Instantes

 

Y ahora el verano se ha ido

como si nunca hubiese venido.

Arseni Tarkovski


Todo momento parece infinito hasta que un estímulo rompe la simetría.


En este caso se trató de una petición. La niña elevó sus ojos piadosos hasta encontrar la tez enrojecida de su abuelo. El fulgor vespertino del mentiroso sol invernal coloreaba sus facciones ancianas: la frente surcada por las arrugas como uno de los campos que trabajó durante su infancia, las mejillas estratificadas y deshinchadas por la acumulación de besos, sus labios agrietados habían perdido carne como los árboles sus hojas, su nariz de asno apenas lograba contener el moqueo constante entre helada y helada, y su barbilla escarbaba bajo la piel para escapar del cuerpo; tan sólo una vista que conservaba casi incorrupta parecía no recordarle que llevaba sobre la tierra quizás demasiado tiempo. ¿Para qué la quería? Quizás no para mirarse en un espejo.


¿Puedes regalarme una bolita de un euro?


Lo oyó perfectamente, y la niña lo sabía, pero ante la falta de respuesta explícita lo intentó de nuevo.


¿Entramos por una bolita de un euro?


Ella mantuvo su atención sobre el rostro del anciano, expectante. Calzaba un par de botas caquis equipadas con borreguillo a la altura de los tobillos, donde terminaban unos pantalones vaqueros de aspecto novísimo; llevaba debajo unas mallas, que por efectos del crecimiento ya no alcanzaban a la base del soleo, pegadas a sus piernas finas como palillos. Su torso iba embutido en un anorak de relleno sintético color canario, y también portaba un gorro de lana decorado con dos chapas que emulaban unos ojos y coronado por una bolita que parecía una nariz de payaso. A pesar de ello, su melena no se hallaba recogida dentro de la prenda en ningún moño sino que se precipitaba sobre los hombros de la niña como una catarata de esperanzas doradas, sin duda de una naturaleza diferente a las que depositara entonces sobre la respuesta de su acompañante.


Jesús...


Diciéndolo, exhaló un vaho tan denso que recordaba a las antiguas locomotoras de carbón. La niña corrigió su postura dando un pasito hacia el abuelo para abrazarlo con todas sus fuerzas, tratando (infructuosamente) de abarcar la circunferencia de su cintura con sus bracitos de muñeca. Él la confortó, con dos caricias recias pero sinceras en sus mofletes de crema, agachando la mirada en busca de la de su acompañante pero hallando en su lugar una careta inconclusa a la que le faltaba una boca. Sonrió, sintiéndose burlado por el momento, incluso cuando la muchacha se separó y le conminó, emocionada, a entrar en el bar señalado.


El dueño tenía familiaridad con la pareja ya que los recibió con un sentido ‘Feliz Navidad’ nada más cruzaron el zaguán. Era, como muchos bares de los barrios populares, un local modesto de luz adormecida conformado por una atmósfera pesimista impregnada de olor a tabaco aunque ya nadie fumase y un suelo que había adquirido su condición de pegajoso con la acumulación de sustancias derramadas. Como decorado podemos considerar las luminarias entusiastas de las tragaperras, un par de cuadros anónimos, un póster, con dos firmas, enmarcado y una colección de botellas detrás la barra. La niña corrió hacia ella para contarle al dueño en voz en grito que su abuelo le iba a dar un euro para la máquina de las bolitas sorpresa. El mencionado adulto sacó de un bolsillo de su zamarra una moneda y la proyectó haciendo palanca con su pulgar hacia la nieta, con tan buena coordinación que logró agarrarla al vuelo. Dejó entonces al descubierto su boca medio desdentada y corrió hacia el instrumento mágico. ¿Cómo entendía si no un artilugio gigantesco al que le introducías una disco metálico por una ranura para luego de presionar un botón metálico situado en un lateral y, después de escuchar un traqueteo característico, escupía una bola de plástico que contenía un pequeño juguete en su interior? Solo que esta vez no fue una sino ¡dos! los productos de aquella operación convertida en doblemente extraordinaria. La niña, anonadada por el milagro, se sentó en la mesa contigua, hubiera podido ocupar cualquiera porque estaban todas vacías, y comenzó a desenroscar los jugosos frutos que había recogido. Mientras, el anciano se apoyó sobre la barra:


¿Cómo has abierto hoy?


– Pensaba que tendría más movimiento… A decir verdad Serguéi sois los primeros que han cruzado por esa puerta en más de una hora. Tampoco he visto a mucha gente por la calle.


– Está la cosa muy fea.


Y que lo digas. Sólo me faltaba ya que las maquinitas – lanzó una mirada acusadora a la dispensadora de bolas – me hagan perder dinero.


Tienes mi permiso para vender el póster si lo necesitas. Hay coleccionistas de Andréi y Margarita que pagarían una buena suma.


¿Y entonces qué le quedaría a este bar? Sabes que te agradezco mucho que me trajeras de Rusia ese detalle de tus amigos, como para dárselo ahora a cualquiera. Además, de momento me mantengo yo solo; doy gracias de no tener que despedir a nadie.


La nieta gritó de júbilo al terminar de montar las figuritas: un canguro saltarín y una cebra que cabeceaba simulando que comía. Los encerró de nuevo en sus respectivas esferas, desprovistas de los molestos folletos de instrucciones, y volvió con su abuelo para pedirle continuar su marcha. Serguéi miró al camarero como disculpándose, se acarició la cabellera plateada y giró hacia la puerta. Antes de salir, lanzó un vistazo al póster y se vio sobre la palabra Zerkalo siendo escrutado por Margarita Terekhova. Quedó entonces unido al momento, quizás sintiéndose reconfortado por haber ayudado a un amigo con su película más personal, quizás por recordar las bromas que le hacía la Terekhova fuera de cámara. Pero, sin duda, aquel hombre debía mostrarse agradecido por haber sido esculpido en el tiempo.